lunes, 9 de mayo de 2011

El camino de Emaús se convierte en un itinerario hacía la fe, mediante el contacto con la Palabra y la Eucaristía

Del Evangelio según san Lucas 24, 13-35.

INTRODUCCIÓN

No cabe duda que el fundamento de la fe, de la esperanza y de la alegría del cristiano es la Resurrección de Cristo, y a la vez, es el contenido de la buena noticia. El sepulcro vacío atestigua y respalda las palabras y las obras de Jesús en medio de su pueblo. Por eso el apóstol Pedro, lleno ya de la fuerza del Espíritu en el día de Pentecostés, termina de comprender el misterio de su Maestro y anuncia la verdad del triunfo de Cristo sobre el pecado y la muerte. Aquel hombre poderoso en signos y prodigios, entregado a los romanos para ser crucificado, es el Hijo de David, el Mesías que ha sido resucitado por Dios. Y de eso, dice el apóstol, somos testigos nosotros.

La resurrección no es producto de la fantasía de nadie, ni el invento que fundaría una nueva religión, sino que es un acontecimiento que ha marcado el entendimiento y el corazón de los testigos, que los ha confirmado en la fe en Jesucristo. La certeza creyente de la vida nueva conquistada por Cristo ilumina e impulsa también la vida de los fieles. Así se comprende el llamamiento del apóstol Pedro en su primera carta a la conducta regida por un temor filial a Dios, mientras dura la peregrinación por este mundo.

En efecto, con la presencia del resucitado se le ha revelado al hombre su suerte final, que no es la tumba ni la muerte, sino la vida que es eterna. También la piedra del sepulcro donde yacía la humanidad ha sido rodada y se puede acceder en adelante a la vida de Dios. El precio fue elevado: la sangre de Jesús; la víctima que expía las faltas del mundo: Cristo el cordero inmaculado y santo. Desde el principio de todo, Dios había elegido a su propio Hijo para dar al hombre testimonio de su amor, y de qué manera, insospechada y sorprendente, en la entrega de la vida en el madero de la cruz, y para ayudar a nuestra debilidad y vacilación lo ha resucitado de entre los muertos, de modo que la fe en Él, sea esperanza plena en Dios.

En fin, que el mensaje de este domingo redunda en asegurar, con la Pascua de Cristo, la esperanza cierta del hombre, esperanza de justicia y de paz, esperanza de plenitud y vida eterna. Pero el resucitado no se desentiende de quienes seguimos peregrinos en el mundo, sino que se hace presente en el camino del hombre, a cada paso. En este punto llegamos al mensaje del Evangelio de hoy, tomado del último capítulo de Lucas, en una narración que toda vez que se escucha, toca las fibras del corazón y de la existencia y renueva la vida de fe.

1.- DE CAMINO A EMAÚS

Es el día de la resurrección. La agitación del viernes pasado, el miedo y el dolor por la suerte del Maestro, se ha convertido en decepción luego de la fiesta judía de la Pascua. Mientras los Apóstoles y demás discípulos se mantienen en Jerusalén, aunque encerrados y llenos de susto, contemplamos a dos peregrinos que se encaminan a un pequeño poblado llamado Emaús.

Resulta interesantísimo traer a la memoria el significado de Jerusalén para entender el ánimo de estos discípulos errantes. Jerusalén es la ciudad santa, la ciudad que anticipa de alguna manera la vida en el cielo, donde Dios reina; es la ciudad de las promesas, de la esperanza de la alegría. En Jerusalén han dado testimonio los profetas y ahí se levanta el templo, donde Dios habita. Cuando estos dos discípulos salen de la ciudad, podemos entender la frustración, la desesperanza, la tristeza. Entre más se alejan, más desilusión les embarga. Van a Emaús porque han perdido todo lo que les mantenía la alegría, la esperanza.

Por otro lado, con una mirada eclesiológica, podemos interpretar lo que ocurre con aquellos que se alejan de la comunidad, quienes heridos, confundidos o indiferentes se separan del resto de la Iglesia, para andar en soledad: el destino es Emaús, distante de la ciudad de la alegría.

Motivos humanos tienen estos caminantes. Estaban entusiasmados por el profeta Jesús que había ganado aprecio por sus obras y sus enseñanzas sin par. Muchos acudían a Él y sin duda su vida se transformaba; algo tenía que lo hacía especial, que suscitaba la esperanza del pueblo, sobre todo de aquellos más relegados, débiles, indefensos. Pero ya todo había terminado. Hacía tres días los sumos sacerdotes y jefes del pueblo lo habían entregado a los paganos para que le dieran muerte en una cruz. Con su muerte, habían muerto también sus sueños del Mesías. Esperaban que de él llegara la liberación de Israel, pero luego de contemplarlo ridiculizado y despojado de todo, imposible mantener la fe.

Por eso, acobardados, huyen y se alejan de Jerusalén. Los rumores y el testimonio de las mujeres no fueron suficientes para conservar con vida la esperanza de estos dos. Visto así, queridísimos hermanos, en realidad somos muchos más que dos lo que abandonamos Jerusalén y nos ponemos en camino hacia Emaús.

Son muchas las personas que se han sentido o se sienten decepcionadas, sin sentido ni esperanza; muchos se han alejado de Jerusalén y han renunciado al apoyo de la comunidad eclesial; muchos, porque no se cumplieron al pie de la letra sus esperanzas, han decidido encaminarse por otro sendero. Algunos van a Emaús, otros irán quizá más lejos.

Si en lo personal puede aplicarse esta peregrinación, igual es visible en la sociedad y en el mundo. Nuestra patria, de alguna manera, también se siente decepcionada y desesperanzada por la violencia, la corrupción, la inseguridad, y la carrera hacia el precipicio que se presiente cuando de vivencia de valores, principios y moral se trata. Los cambios que no se ven de inmediato, los anhelos fallidos, los diques y atolladeros en que se encierra el progreso de todos pareciera que nos señalan el camino a Emaús.

Pero en medio de estas realidades es cuando el relato se vuelve Buena Noticia, porque un Peregrino desconocido se nos acerca y camina con nosotros.

2.- LE RECONOCIERON AL PARTIR EL PAN

Aquellos caminantes tenían su propia manera de entender la liberación de Israel, habían definido con claridad sus esperanzas, habían trazado un perfil exacto de su mesías. Y considerando así las cosas, entendemos que no habían comprendido en verdad a Jesús. Por eso cuando se les une en la peregrinación, cuando comienza a hacer el camino junto a ellos, no le reconocen, tienen los ojos imposibilitados para ver el plan de salvación de un modo distinto al que ellos habían planeado, al modo de Dios.

Jesús no arrebata la fe, la suscita. Por ello sólo camina a su lado, vibra con el abatimiento y el desánimo de los discípulos. Le conmueve y apesadumbra el rostro tan lleno de tristeza: no habían comprendido. De ahí su estrategia, que haciéndose el desentendido, les pregunta la razón de su angustia. Cierto que habían sido insensatos, cierto que eran duros de corazón, pero eso, lejos de provocar a Jesús, lo mueven a devolver lo que éstos habían perdido.

El camino de Emaús se convierte en un itinerario hacia la fe, mediante el contacto con la Escritura. Desde Moisés hasta los profetas les habló en clave de sí mismo, como cumplimiento perfecto del plan de salvación. Algo tienen las palabras de aquel desconocido, quizá oxigeno a su asfixia, quizá alimento a su hambre; quizá luz a sus tinieblas, de modo que cuando llegan a su destino y el viajero pareciera continuar su trayecto, no dudan en invitarlo con el pretexto de que es tarde y se hace noche. El día que amanecía en sus corazones, no querían que se tornara oscuridad tan pronto.

Y Él entró para quedarse con ellos, dice el Evangelio. La palabra que habían escuchado en la marcha, ahora se hacía vida; las profecías se volvían caridad y fraternidad; la incipiente fe que brotaba se convertía en obras. Si bien es cierto que algunos estudiosos se reservan la osadía de hablar de una Eucaristía en aquella casa, no podemos negar un enfoque y una dimensión eucarística en el relato. Para algunos, sólo quiere significar que compartir el pan, es la plenitud de la fe; que la caridad es el cumplimiento de la Escritura; para otros más, el camino de discipulado, el itinerario de formación en la fe tiene su culmen en la fracción del pan, que en el principio de la Iglesia significaba la Eucaristía.

Lo innegable es que en aquel modo singular de bendecir, de partir y ofrecer el pan, ellos descubren la presencia inequívoca del Resucitado. Sus ojos ahora se abren y le reconoce. Su corazón en llamas alcanzaba a iluminar también sus ojos para descubrir en el forastero al Maestro, al Mesías según el modo de Dios. Pero también es entonces cuando desaparece de su vista y sin embargo no vuelve sobre ellos la tristeza.

No quisiera privar de su elocuencia eucarística a este relato, porque sigue siendo para nosotros la Eucaristía donde podemos reconocerle. Quien se ha acercado a la Escritura con corazón sincero y ojos limpios, seguro ha sido seducido por Dios que ahí habla; pero es en la Eucaristía donde el viandante de la Palabra se vuelve Pan, se vuelve Carne. Es verdad que se repite el milagro, el alma vibra, se vuelve patente a la fe, aunque se esconde a la vista, se desaparece el Señor pero no se ausenta.

En la fracción del pan, estos discípulos le han perdido a Jesús con los ojos pero le llevan ahora en el corazón. ¿No es acaso lo mismo que acontece en la Eucaristía? Peregrinando nos acercamos a comulgar, y aquel Dios Escondido a la mirada se deja sentir en el ánimo interior. Parece clara la invitación para nosotros de acercarnos con frecuencia a la Palabra de Dios, conocerle desde ahí, admirar la plenitud de salvación para reconocerle también en la comunión.

Así se convierte en el compañero de camino, el que hace arder nuestro corazón, el que cumple su promesa de estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo. No ignoremos a este Peregrino que nos sale al paso, no nos hagamos sordos a su voz, no continuemos con los ojos cerrados y reconozcámoslo en la Eucaristía.

3. DE VUELTA A JERUSALÉN

Aunque la noche está ya próxima y la luz del día se opaca, no podían permanecer en Emaús aquellos caminantes, sumergidos en la decepción y el desconsuelo, solitarios y lejanos. Ahora les alumbra la fe que en algún momento habían perdido, y siendo noche, para ellos es el día más radiante y luminoso de su vida. No sólo recuperan a su Maestro y la certeza de que está vivo, recuperan también la esperanza que habían perdido, el ánimo y la alegría de la fe.

Y allá van, otra vez de camino, dejando Emaús y todo lo que encierra, a sus espaldas y dirigiéndose a Jerusalén, vuelven al gozo, a la esperanza, a la comunidad creyente y orante, a la ciudad de Dios y a su templo que en adelante es la Iglesia. Regresan ahora con los ojos abiertos y el corazón ardiente. Les esperan los Once con el anuncio de la aparición a Simón, júbilo que se ensancha con el testimonio de estos dos peregrinos que han estado con el Resucitado y le han reconocido al partir el pan.

Así es como se construye la Iglesia y la comunidad, con la participación del propio encuentro con el Resucitado en medio de los hermanos, testimonio de palabra y de obra que puede devolver a otro el ánimo que por momentos se pierde o la seguridad que espanta las dudas. Como comunidad cristiana en conciencia delante de Dios la obligación de acompañar a muchos hermanos nuestros, ajenos o distantes por algún motivo, en su camino a Emaús. Acercarnos a su propia vida, alimentarlos con la Palabra hasta que sean capaces de descubrir al Señor presente también en la comunidad que se reúne a compartir el Pan.

Tenemos la grave exigencia de hacer de nuestras celebraciones eucarísticas verdaderas casas de peregrinos donde muchos puedan reconocer al Jesucristo que camina con todos y devuelve lo extraviado en paz, fe, esperanza. Estamos llamados todos a volver a Jerusalén, y ojalá que esta Pascua que estamos viviendo con intensidad sea la ocasión perfecta de dar la media vuelta y andar hacia la comunidad, transformados, iluminados, con esperanza y fe vivas.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Que el bellísimo mensaje que nos regala el Evangelio de hoy nos lleve a vivir una Pascua que se nutre y alimenta de los sacramentos. Es en Emaús donde la Eucaristía se vuelve un sacramento pascual que nos restaura, nos configura y nos anticipa la Jerusalén celestial. Todos en algún momento de la vida estaremos tentados a marcharnos hacia Emaús, derrotados por las dificultades, defraudados por la debilidad de nuestra fe, desanimados a causa de nuestra anémica esperanza, a veces tan egoísta y tan empeñada a ser según nuestros caprichos.

Cuando nuestra vida, o nuestro país o nuestro mundo se encaminen a la desesperanza, agobiados de luchar sin resultados, exhaustos de los sufrimientos por las dudas, las adversidades y contradicciones, no olvidemos hacer escala en el cenáculo de Emaús, donde nos espera el Señor cambiando quizá la invitación y ahora nos dice: “Quédate conmigo, porque ya es tarde y se te hace noche”.

Y que nuestra respuesta sea entrar y quedarnos con Él para que una vez recuperados, volvamos con alegría a las fatigas cotidianas y nuestro testimonio sirva para acrecentar la fe y la esperanza de quienes nos rodean, lleguemos a Jerusalén para no volvernos a marchar jamás.

Y que esta vez, con ojos resucitados y ardiente caridad podamos reconocer a Cristo, sin duda en la Eucaristía, pero también en tantos lugares donde se ha ocultado, en el hermano enfermo, el pobre, el angustiado, el triste, el solitario, sin que pasemos indiferentes ante el Señor que nos sale al paso y camina con nosotros.

Que nuestra oración en este tercer domingo de Pascua sea: “Explícanos las Escrituras, enciende nuestros corazones y quédate siempre con nosotros, como compañero de camino para que podamos reconocerte en la Fracción del Pan y en cada uno de los hermanos”.


Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche

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