Queridos hermanos,
Al final del texto del Evangelio apenas proclamado, escuchamos la perentoria invitación que Jesús nos dirige con estas palabras: “Manténganse en ese amor que les tengo, y para mantenerse en mi amor, cumplan mis mandamientos”.
¿Qué hay de más importante y trascendental para el creyente en Jesús que mantenerse en el amor que Él mismo nutre por su discípulo, un amor semejante al que el Padre tiene por su Único Hijo? Ciertamente no existe nada más grande e importante. Mantenerse en su amor y, para ello, cumplir sus mandamientos; vale a decir, viviendo en actitud de atenta, puntual y fiel obediencia a la fe y a la verdad. Obediencia que en Cristo se hizo testimonio sorprendente y para el discípulo misionero, requisito esencial del seguimiento.
Cuando buscamos en el Nuevo Testamento el significado del deber de la obediencia, descubrimos que esta es vista casi siempre como aquella actitud de total acatamiento a la voluntad de Dios. Ciertamente no se ignoran las demás formas de obediencia: a los padres, a los patrones, a los superiores, a las autoridades civiles, “a toda institución humana” (1P 2,13), pero el concepto “obediencia” es exclusivamente utilizado para indicar la obediencia a Dios o a instancias que están de parte de Dios, con una excepción que hace referencia a la obediencia al Apóstol.
San Pablo habla de obediencia a la fe (cfr. Rm 1,5; 16,26), obediencia a la doctrina (cfr. Ibid 6,17), obediencia al Evangelio (cfr. Ibid 10,16; 2Ts 1,8), obediencia a la verdad (Gal 5,7), obediencia a Cristo (cfr. Cor 10,5). Esto mismo lo encontramos también en los Hechos de los Apóstoles, que habla de obediencia a la fe (cfr. Hch 6,7), y en la Primera Carta de Pedro, que habla de obediencia a Cristo (cfr. 1P 1,2) y de obediencia a la verdad (Ibid 1,22).
Obediencia a Cristo: camino, verdad y vida; único y verdadero Siervo de Dios, Sacerdote y Víctima a la vez; Aquel que fue obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, en absoluta sumisión a Dios, de tal manera, que “aquel pecado que había aparecido por obra del leño, -afirma San Ireneo-, fue abolido por obra de la obediencia sobre el leño, pues obedeciendo a Dios, el Hijo del hombre fue clavado en el leño, destruyendo la ciencia del mal e introduciendo y haciendo penetrar en el mundo la ciencia del bien. El mal es desobedecer a Dios, como obedecer a Dios es el bien (...). Así pues, en virtud de la obediencia que prestó hasta la muerte, colgado del leño, eliminó la antigua desobediencia ocurrida en el leño” (S. Ireneo, Dimostrazione della predicazione apostolica, 34).
A semejanza de Cristo, que gracias a su perfecta obediencia llevó a cabo la Redención del género humano conforme al plan del Padre, también el discípulo está llamado a hacer su parte, desde la obediencia, pues es desde ella que en la existencia de cada uno se lleva a cabo la voluntad de Dios, y es sólo a partir de ella que es posible hacer realidad el cumplimiento de los mandamientos de Jesús con aquel dinamismo que nos hace permanecer en el amor del Hijo.
Es verdad, sin embargo, que sólo si se cree y se está firmemente convencido del Señorío actual y puntual del Resucitado, sólo entonces se comprenderá la necesidad e importancia de la obediencia a Dios, en prestar escucha a Dios que habla, en la Iglesia, a través de su Espíritu que ilumina las palabras de Jesús y de toda la Biblia confiriéndole autoridad, y haciendo de ellas canales de la viviente y actual voluntad de Dios para nosotros.
La “obediencia a la verdad”, que es Cristo mismo, presupone, en consecuencia, la “obediencia de la fe”. Más aún, el camino, único y verdadero para acceder a la participación del misterio de la Encarnación para acoger la iniciativa divina de manifestarse en Jesucristo, hecho hombre para redimir a la humanidad del pecado y reconciliarla con Dios, es el de la “obediencia de la fe” (Rom 1,5; 16,26), como respuesta a Dios que se revela; respuesta en la que el hombre habla a Dios como a su Creador y Padre, y que es hecha posible gracias a Aquel que es el Verbo consustancial al Padre, en quien Dios habla a cada hombre, y cada hombre es capacitado para responder a Dios (Cfr. Tertio millennio adveniente -TMA-, 6).
Es mediante la fe, en efecto, que el hombre se entrega entera y libremente a Dios, ofreciéndole “el homenaje total de su entendimiento y voluntad”, asintiendo libremente a lo que Él le revela” (Cfr. Dei Verbum, 5).
Hoy, cuando “no se puede negar que la vida espiritual atraviesa en muchos cristianos un momento de incertidumbre que afecta no sólo a la vida moral, sino incluso a la oración y a la misma rectitud teologal de la fe” (TMA, 36), se hace particularmente necesario ahondar en la vida de fe, y en sus exigencias de coherencia integral. Más cuando la fe de no pocos está a veces desorientada por posturas teológicas erróneas, que se difunden también a causa de la crisis de obediencia al Magisterio de la Iglesia.
Esta experiencia -que es un rasgo de nuestro tiempo- reclama de los miembros del Pueblo de Dios, particularmente de los consagrados, la exigencia a volverse con firmeza hacia Jesucristo, única fuente de vida.
San Felipe Neri solía decir unas palabras que aún hoy –y siempre-, conservan su sentido: “Quien quiere algo que no sea Cristo, -decía el santo-, no sabe lo que quiere; quien busca a otro que no sea Cristo, no sabe lo que pide; quien no actúa por Cristo, no sabe lo que hace”.
Convicción que se coloca perfectamente en la línea de cuanto hoy ha ratificado la Veritatis splendor (88) que nos recuerda que la fe “no es simplemente un conjunto de proposiciones que se han de acoger y ratificar con la mente, sino un conocimiento de Cristo vivido personalmente, una memoria viva de sus mandamientos, una verdad que se ha de hacer vida. Pero –añade la Veritas splendor-, una palabra no es acogida auténticamente si no se traduce en hechos, si no es puesta en práctica. La fe es una decisión que afecta a toda la existencia; es encuentro, diálogo, comunión de amor y de vida del creyente con Jesucristo, Camino, Verdad y Vida. Implica un acto de confianza y abandono en Cristo, y nos ayuda a vivir como Él vivió, o sea, en el mayor amor a Dios y a los hermanos”.
Desde esta luminosa perspectiva podemos comprender mejor el por qué el problema de la obediencia de la fe y de obediencia a la verdad, afecta, en cuanto tal, a la Iglesia Cuerpo Místico de Cristo. La fe, en efecto, vincula íntimamente al creyente con Cristo, pero también, de manera indisoluble, con su Cuerpo Místico; la fe está intrínsecamente ligada a la vida del Pueblo de Dios, a su misma naturaleza, de manera que, como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, “creer” es un acto eclesial.
De suyo, la fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta nuestra fe. La Iglesia es madre de todos los creyentes, y “nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por madre” (San Cipriano de Cartago, De catholicae unitate ecclesiae: PL 4, 503A). Una realidad que puede percibirse ya desde el mismo origen del acto de fe, esto es, el anuncio y la predicación de la Buena Nueva, que es siempre un acto eclesial (cfr. Rom 10,14-15.17). “La Iglesia es la primera que cree, y así conduce, alimenta y sostiene mi fe” (Catecismo de la Iglesia Católica, 168). También por ello la profesión de fe es siempre un acto que, aunque personal, tiene como marco a la comunidad toda: “La fe no es un acto aislado. Yo no puedo creer sin ser sostenido por la fe de los otros, y por mi fe yo contribuyo a sostener la fe de los otros” (Ibidem). De esta manera, en la común profesión de la fe eclesial, la Iglesia encuentra también el fundamento de su comunión y de aquella unidad que le permite proyectarse al mundo como germen de común unión (cfr. Ef 4,4-6).
Queridos hermanos: Dirigiendo amorosamente nuestra mirada a María, contemplemos un instante en Élla el icono viviente de la obediencia de la fe y a la verdad; de aquella que no sólo imitó la obediencia del Siervo, sino que la vivió con Él. Obediencia a la palabra de Dios: el “Fiat” de María que en Evangelio de Lucas se sitúa junto al “Fiat” de Jesús en Getsemaní (cfr. Lc 22, 42).
Nunca olvidemos, más aún, tengamos siempre presente, que si el Señor logra encontrar en nosotros la disposición perseverante y decidida hacia la obediencia a la verdad, será Él quien entonces podrá tomar nuestra vida en sus manos para convertirse en el Señor que rige y gobierna, minuto a minuto, nuestros gestos, nuestras palabras, nuestro modo de utilizar el tiempo, en una palabra, todo. La experiencia demuestra que cuando se ha sido capaz de pronunciar un “sí” total desde lo profundo del corazón a la voluntad de Dios, muchas situaciones pierden el poder angustiante que tenían sobre nosotros, para que las vivamos con serenidad.
Hablando de la obediencia de María en San Juan de Puerto Rico (12.10.1984), el Papa Juan Pablo II decía que Ella, con su palabra, pero sobre todo con su ejemplo de obediencia perfecta al designio de la Providencia, sigue indicando a cada hombre y sociedad el camino a seguir. Hagan lo que El les diga. Como si dijera: escuchen su palabra, porque Él es el enviado del Padre (cfr. Mt 3, 17); síganle con fidelidad, porque Él es el camino, la verdad y la vida (cfr. Jn 14, 6); sean en el mundo de hoy luz y sal de la tierra (cfr. Mt 5, 13 16); sean operadores de paz, de justicia, de misericordia, de pureza de corazón (cfr. Mt 5, 1 12).
Es también María quien, con su “Fiat” y su “hagan lo que Él les diga”, nos invita a mantenernos en el amor que su Hijo nutre por cada uno de nosotros, cumpliendo sus mandamientos desde la obediencia de la fe y de la verdad.
Que sea Ella quien, mirando nuestra total disponibilidad, con su mediación y con la intercesión de San Felipe Neri y de todos los santos del Oratorio nos alcance las bendiciones, los dones y las gracias que nos sean necesarias para saber mantenernos, hoy y cada día de nuestra existencia, en la obediencia de la fe y de la verdad.
Así sea.
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