viernes, 27 de mayo de 2011

El misterio de la Iglesia radica en la presencia de Cristo y en la acción vivificadora de su espíritu

Homilía para el Domingo VI de Pascua

INTRODUCCIÓN

Los textos de hoy apuntan a una idea que fue ampliamente desarrollada por los Hechos de los Apóstoles: si Pascua es el nacimiento de la comunidad, es el Espíritu Santo quien le confiere plenitud y madurez. Quien guía, orienta y desarrolla a la comunidad es el Espíritu de Cristo resucitado: espíritu de fuerza, de verdad, de unión y de amor.

1.- EL DON DEL ESPÍRITU

El capítulo octavo de los Hechos nos presenta a Felipe actuando en Samaría. Felipe es una obra del Espíritu. Había sido elegido -según ya vimos la semana pasada- por el Espíritu para el ministerio de las mesas, pero a consecuencia de la muerte de Esteban a manos de los judíos, los cristianos helenistas tuvieron que dispersarse, con lo que el cristianismo se vio impulsado necesariamente a buscar otras fronteras.

Uno de estos helenistas, Felipe, se dirigió resueltamente a Samaría, ciudad no-judía, para predicar el Evangelio sin estar expuesto a las iras y amenazas de los judíos de Jerusalén. Samaría, antigua capital del reino de Israel, era una magnífica ciudad con hermosos monumentos y templos, gracias a su reconstructor, Herodes el Grande. Allí vivía un tal Simón Mago, considerado por algunos como padre del gnosticismo, y ferviente predicador de una nueva corriente de espiritualidad mística, por lo que intentará comprarle a Pedro el poder de conferir el Espíritu Santo.

Lo cierto es que la predicación de Felipe suscitó el interés de muchos samaritanos que fueron bautizados e integrados a la comunidad cristiana. Al enterarse los apóstoles, les enviaron a Pedro y Juan para que impusieran las manos a los bautizados por Felipe y les otorgaran el don del Espíritu. En Otro caso similar en el capítulo 19 de los mismos Hechos de los Apóstoles.

Al llegar Pablo a Efeso se encuentra con un grupo de cristianos evangelizados y bautizados por Apolo, quienes tampoco habían recibido el Espíritu, pues, como ellos mismos le dijeron al Apóstol: «Nosotros ni siquiera hemos oído que haya Espíritu Santo.» Entonces Pablo les impuso las manos, recibieron el Espíritu y ellos se pusieron a hablar lenguas y a profetizar.

Estos dos acontecimientos nos hacen descubrir lo siguiente: los cristianos se integran a la comunidad mediante dos ritos fundamentales. El primero es el Bautismo, por el que se unen a Cristo muerto y resucitado; el segundo, llamado con el tiempo "Confirmación", es la unión total a la comunidad como miembros maduros debido a la presencia en ellos del Espíritu Santo. Tal es la importancia del Espíritu, que solamente puede ser conferido por los apóstoles o sus legítimos sucesores. En la Iglesia oriental, ambos sacramentos se confieren al mismo tiempo cuando el niño es bautizado.

En Occidente, como bien sabemos, la confirmación cumple un papel de nuevo bautismo, de afirmación más consciente de la fe, por lo que se exige una edad adecuada en el candidato.

2.- DESCONOCIMIENTO DEL ESPÍRITU SANTO

Partamos de un hecho en sí mismo: sin la presencia del Espíritu la comunidad cristiana vive aún una etapa de inmadurez. Y como los cristianos en general podemos decir, como aquellos de Efeso, que ni siquiera sabemos que existe el Espíritu Santo y qué papel juega en la comunidad, comprendemos por qué se nos hace tan difícil e incomprensible este tema. Es cierto que la mayoría de nosotros estamos confirmados y que nos disponemos todos los años a celebrar la fiesta de Pentecostés, pero ¿qué significa en la práctica todo eso?

Vayamos al fondo de la cuestión: no por participar de un rito más uno se transforma automáticamente en un cristiano maduro. En otras palabras: recibir al Espíritu Santo es mucho más que recibir el sacramento de la Confirmación, de la misma manera que ser cristiano es bastante más que estar bautizado. Sin dejar de reconocer que se trata de un tema bastante complejo, sobre todo para quienes transformamos el cristianismo en un conjunto de ritos y normas a cumplir, será bueno que comprendamos que por medio del Espíritu «interiorizamos» nuestra fe precisamente para que sea mucho más que un conjunto exterior de normas y ritos.

Recibir el Espíritu de Cristo es vivir la fe según toda la dimensión del Evangelio que no puede ser encerrado ni en un libro ni en un rito ni en un código. En otras palabras: quien vive su fe según el Espíritu, tenderá siempre no sólo al cumplimiento de la letra y de la ley, sino a ir mucho más allá, encontrando la manera de que la fe crezca y se adapte a las nuevas circunstancias impulsada por el gran principio del amor.

Algunos ejemplos pueden aclarar este concepto: la letra nos exige asistir hoy a la misa; pero el Espíritu nos impulsa a darle a este gesto todo su valor de encuentro comunitario y de compromiso con los hermanos. La letra del amor puede pedirnos una limosna para los pobres; el espíritu del amor nos impulsa a entregarnos nosotros mismos con todo lo que tenemos para que haya mayor justicia en el mundo. La letra nos dice cómo han vivido los cristianos hasta el día de hoy, el Espíritu nos exige descubrir las nuevas formas de vida en una sociedad distinta.

La letra nos da los conceptos, casi fríamente: pobreza, justicia, paz, caridad, fidelidad matrimonial, etcétera. El Espíritu nos da la comprensión total y actual de esas virtudes.

Fue por todo esto por lo que Jesús prometió el Espíritu Santo: El abriría los ojos a los apóstoles para que comprendieran todo el alcance del cristianismo, mucho más allá de las palabras y de los gestos materiales de Jesús. De alguna manera es esto lo que les dice Pedro a los cristianos en su carta: "Glorificad en vuestros corazones a Cristo Señor y estad siempre prontos para dar razón de su esperanza a todo el que se las pidiere...".

3.- LA OBRA DEL ESPÍRITU

El Evangelio de Juan es el que más insiste en la necesidad de la presencia del Espíritu en la comunidad, pero es el Libro de los Hechos el que nos muestra de qué manera concreta obra ese Espíritu.

Es el Espíritu el que congrega a la comunidad dispersa después de la muerte de Jesús y el que le otorga el don de la alegría y del amor servicial. Es El quien robustece le fe, particularmente en las persecuciones. Es El quien impulsa la acción misionera de la Iglesia, arrancando casi violentamente a los discípulos de su encierro en Jerusalén para que anuncien a los pueblos de habla griega el Evangelio.

También el Espíritu está presente cuando la comunidad debe tomar serias decisiones, como cuando se debe elegir al suplente de Judas, o a los misioneros en tierra pagana, o cuando las circunstancias exigen una solución a un serio conflicto, como en el Concilio de Jerusalén.

En síntesis: la comunidad cristiana toma conciencia de que es el Espíritu, soplo o fuerza de Cristo resucitado, quien la conduce por los nuevos caminos. Como recordará Pedro en su discurso de Pentecostés, es esta presencia del Espíritu el signo más evidente de que se están cumpliendo los tiempos mesiánicos.

El Evangelio de Juan en la página que hoy hemos leído, nos hace descubrir una faceta particular de la obra del Espíritu. Jesús, consciente de que los apóstoles aún no han comprendido el significado del Evangelio y de que necesitan aprender «todo» del Espíritu, les dice: «Si me aman, cumplirán mis mandamientos. Yo le pediré al Padre para que les dé otro Defensor que esté siempre con ustedes, el Espíritu de la Verdad. El mundo no lo puede recibir porque no lo ve ni lo conoce; ustedes, en cambio, lo conocen porque vive con ustedes y está con ustedes. Por lo tanto no los dejaré desamparados... Volveré».

Jesús llama al Espíritu Santo: «Defensor o Paráclito», "Espíritu de la verdad" y lo presenta como el agente que obra el amor y la unidad entre los hermanos. Detengámonos en estos conceptos:

El Espíritu es nuestro Defensor o abogado. Este parece ser el aspecto más importante del Espíritu: es la fuerza interior que necesita el cristiano y la comunidad para dar testimonio de Jesús a pesar de las contrariedades. Sin el Espíritu, el miedo nos domina y optamos por vivir encerrados en una estructura que nos defienda del mundo.

El Espíritu rompe ese cascarón y nos integra al mundo, aunque sea hostil, para que allí testifiquemos nuestra fe. No nos debe preocupar mucho qué decir ni qué hacer: el mismo Espíritu nos irá abriendo los caminos. De esta forma, el cristiano aprende a esperar y a confiar, no en sí mismo ni en el poder de los hombres (no es el poder político nuestro defensor) sino en esa presencia casi imperceptible que, sin embargo, nos da una fortaleza capaz de encontrar el camino, pese a las dificultades.

Revisemos, pues, nuestro modo de vivir el cristianismo y devolvámosle al Espíritu el lugar que le corresponde. Ya Pablo decía a sus comunidades: «No extingáis el Espíritu»... Y existen muchas maneras de darle muerte: el frío cumplimiento de la ley y la atadura a las tradiciones hacen de nuestras comunidades un cadáver histórico. De la misma forma que el afán de riquezas y el ansia de poder lo expulsan irremediablemente.

A MODO DE CONCLUSIÓN

El Espíritu es el que anima, también ahora, a la comunidad cristiana. Es como su alma, su motor interior. El misterio y la razón de ser de la Iglesia radican sobre todo en la presencia de Cristo y en la acción vivificadora de su Espíritu. Él es el que suscita y llena de su gracia a los ministros ordenados, signos de Cristo en y para la comunidad.

Él es también el que anima a la comunidad entera, moviéndola interiormente, empujándola a la acción misionera y caritativa en medio de la sociedad, haciendo surgir en ella ideas e iniciativas de todo género, enriqueciéndola con sus dones de amor, de verdad, de alegría. Él es quien da eficacia a los sacramentos que celebramos: el Bautismo, en que renacemos del agua y del Espíritu; la Confirmación, que es el don del Espíritu por el ministerio del obispo de cada diócesis; la Eucaristía, en que invocamos al Espíritu sobre el pan y el vino para que él los convierta  en el Cuerpo y Sangre de Cristo; la Reconciliación penitencial, en que  el Espíritu nos llena de su vida y su gracia...

Él es quien da fuerza a cada cristiano, para que podamos ser fieles al  estilo de vida evangélico que nos ha enseñado Cristo Jesús. Pedro nos  invitaba en su carta a que tengamos ánimos, a que nos mantengamos  firmes a nuestra identidad cristiana en medio de un mundo que  posiblemente no nos ayuda a ello. Si ya en aquellos tiempos había contradicción entre los criterios evangélicos y los de la sociedad,  igual ahora. Y nos proponía el mejor ejemplo: el mismo Cristo Jesús, que tuvo que sufrir persecución, hasta la muerte, pero fue resucitado por el Espíritu, y ahora vive triunfante junto a Dios.

Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche

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