Queridas hermanas y hermanos,
En la imposibilidad de encontrarme físicamente esta noche con ustedes, espiritualmente unido en la oración saludo con gran afecto a todos y cada uno de los presentes y a quienes esperaban, -así como lo proyectaba y esperaba también yo-, mi visita y participación a tan significativo evento.
En esta noche, reunidos en torno a Jesús Sacramentado para ofrecerle homenajes de adoración y de reparación, para darle gracias por los logros alcanzados y ponerlos en sus manos pidiéndole los transforme en frutos de redención, el mismo Señor se dirige a ustedes con una palabra llena de consuelo, de misericordia y de fortaleza diciéndoles: “No pierdan la paz. Si creen en Dios, crean también en mí”.
Qué importante y oportuna es para nosotros la exhortación que Jesús nos dirige en este nuestro tiempo tan lleno de oscuridades provocadas por la indiferencia, por el individualismo, por el secularismo y por la presencia de tantos anti valores en nuestra sociedad.
No pierdan la paz, nos dice el Señor, crean en mí, tengan confianza en mí, convencidos de que todo cuanto les digo y pido hacer en sus vidas, es solo para su bien integral. Y verdaderamente cuánto es importante que en su peregrinación por el mundo y por la historia, el discípulo misionero de Jesús no deje de mirarlo y escucharlo, que no deje de seguirlo y de creer en Él con fe viva y operante, permitiendo que Él sea la piedra angular en la construcción de su propia existencia, así como es piedra angular del templo espiritual conformado por la Iglesia. Piedra preciosa para los creyentes, pero para los incrédulos, piedra de tropiezo y caída. Piedra angular, Cristo, que en el Evangelio se nos muestra como el camino, la verdad y la vida.
Hoy, no pocos cristianos parecen no sentirse “piedras vivas” en la edificación de su propia existencia, y por ello, se dejan fácilmente arrastrar por las propuestas del mundo; y hay también quienes tampoco se sienten piedras vivas de la Iglesia, y por ello, se han alejado de su práctica religiosa y de su vivencia real de la fe. No han logrado percibir su pertenencia a Cristo y a la Iglesia como algo existencial, sino, a lo sumo, como “algo más” en su vida, pero no su centro, ni aquello que la configura y le da sentido.
Qué bien hace Cristo, entonces, en recordarnos que, como Él mismo nos lo ha revelado, sólo Él es el camino, la verdad y la vida. El camino que el discípulo va conociendo en la medida en que avanza por él, la verdad que disipa la oscuridad de la duda y de la mentira, la vida, que se identifica con el amor.
Podría, sí, suceder, que entre nosotros hubiera quienes aún no se sienten “piedras vivas” de la Iglesia, sino que, además, afirman todavía no conocer el camino para encontrar la paz y para llenarse de paz, para ser de Cristo. Esto es triste pero, también, en cierto modo comprensible.
Ya el mismo apóstol Tomás, no obstante los años trascurridos junto al Señor, de mirar sus obras y escuchar su palabra, se sintió obligado a preguntar: “Señor, no sabemos adónde vas. ¿Cómo podemos saber el camino?” Es una pregunta poco afortunada, porque a esas alturas debió haber sabido cuál era el camino que conduce al Padre.
Por ello, al igual que ayer, también hoy Jesús ha querido explicarnos, una vez más, cuál es el camino y cuál es el término: el camino es Él, y el término es el Padre. Aunque, en cierto sentido, Jesús nos indica que Él mismo es el camino, pero también el término del camino, pues Él identifica el conocimiento que se tenga de su persona, con el conocimiento del Padre. Quien le conozca a Él conocerá al Padre, puesto que el Padre está en Él y Él en el Padre.
Así, los discípulos, en la medida en que conocen a Jesús, en esa misma medida conocen al Padre. Conocer a Jesús, pero no con un conocimiento meramente intelectual ni superficial, sino existencial, con aquel conocimiento que se funda en la experiencia de familiaridad que crea el amor, y que se alcanza sólo por la práctica del amor. Progresar en el conocimiento de Jesús desde la experiencia de saber estar con Él, escuchándolo, siguiéndolo y ahondando la comunión con Él por la práctica de un amor semejante al suyo.
Dios se ha hecho visible en las palabras y en las obras de Jesús. Cristo es la manifestación del amor del Padre. Quien ve a Jesús y lo sigue, ve y sigue a Dios. Nadie va al Padre sino por Cristo. En Jesús miramos el Rostro del Padre; sus palabras son las palabras del Padre. Él mismo es la Palabra del Padre hecha carne y sus obras son del Padre.
Los hombres -si no hemos perdido la sensibilidad- llevamos en el alma un deseo y un ansia de vida verdadera, de una vida de amor. Y hay muchos hombres y mujeres que afortunadamente trabajan de diversas maneras por hacer que la vida de todos sea mejor: gente que quiere amar y quiere luchar por un mundo que esté verdaderamente al servicio del hombre, en el que se superen las violencias, las desigualdades, las marginaciones, las pobrezas de todo tipo.
Ello no es utopía. Un mundo mejor, una “civilización del amor” puede ser efectivamente construida. Pero sólo en Jesús, con Jesús, como Jesús. Porque Él, -recordémoslo una vez más-, es el camino, y la verdad, y la vida. Es aquel que da sentido pleno a la existencia, aquel que es capaz de satisfacer nuestro deseo de felicidad, de gozo, de vida plena. Acogiéndolo radical y efectivamente en nuestra vida, siguiéndole y aceptándolo como camino, todos los valores humanos, todas las esperanzas e ilusiones humanas se hacen y se harán más plenas, más ricas; todos los esfuerzos a favor de una vida mejor pueden y podrán llegar más a fondo, pueden y podrán alcanzar una dimensión insospechada.
La palabra de Dios nos recuerda implícitamente algo muy importante, algo que está a la base de nuestra fe. Nos lo dice el evangelio, pero también la carta de san Pedro, quien afirma que Jesucristo es la piedra angular, escogida y preciosa, la piedra que sostiene el edificio y en la que nosotros nos ensamblamos como piedras vivas. Nos enseña que todos los valores humanos, todo el esfuerzo por construir en el mundo la “civilización del amor”, todo acto de amor pequeño o grande, se llena de más vida, se hace mucho más fuerte y rico, si lo hacemos y lo vivimos unidos a Jesucristo, insertados en Él.
Nosotros, discípulos de Jesús, creemos que toda acción al servicio del hombre, toda acción de amor, es obra del Espíritu Santo. Pero, al mismo tiempo, cuando afirmamos con fe que reconocemos a Jesucristo como piedra angular, y como el camino, la verdad y la vida, confirmamos nuestra convicción de que en nuestra vida hay algo más grande y más potente que nuestro solo esfuerzo. Confirmamos que la vida de los hombres, que el amor y la esperanza que hay en el mundo, no llega a sus límites en lo que los hombres podamos hacer, porque más allá está Jesucristo que es quien conduce hacia el amor y la vida más plena.
Queridos hermanos y hermanas: en la vida hay momentos de gracia que nos impulsa a mirarnos con verdadera sinceridad –y uno de ellos podría ser el de esta noche-; momentos en que, de pronto, brotan de nuestro interior las preguntas más decisivas: ¿yo en qué creo?; ¿qué es lo que espero?; ¿en quién apoyo mi existencia?
Podríamos, en efecto, probar a examinarnos a nosotros mismos y a preguntarnos ante Jesús Sacramentado, si en medio de nuestra religiosidad hemos o no logrado tener aún la experiencia de una vida de íntima unión con Jesús. Porque, ser cristiano, es antes que nada creer en la Persona de Cristo y creerle a la Persona de Cristo a partir del encuentro íntimo y personal con Él. Esto es lo verdaderamente decisivo: el encuentro con Cristo.
Porque el verdadero cristiano, es el creyente que, habiendo encontrado a Jesús, decide recorrer el camino con Él y en Él; aquel que vive de la verdad que lo conduce a la vida, alejándolo de la mentira y de “las sendas del mal”.
Queridas amigas y amigos: Jesucristo ha roto todas las barreras de mal, dolor y muerte que envuelven la historia de los hombres. Él vive entre nosotros: también esta noche nos ha invitado a su mesa, desde donde quiere impulsara cada uno a comunicar la Buena Noticia a los hermanos y a la gente con la que compartimos vida e ilusiones.
Jesús ha prometido a los que crean en él, que después de su partida harían obras iguales a las suyas, "y aun mayores". Y ello es y será, porque desde su nueva condición de resucitado Él seguirá actuando con sus discípulos y apóstoles. Las obras no serán fruto únicamente de la acción de los suyos, sino principalmente de su oración junto al Padre. Los discípulos, así, jamás estarán solos: “Yo estaré con ustedes, todos los días”, ha dicho el Señor.
De su entrega pascual, Cristo nos ha dejado un memorial que no es simple recuerdo sino actualización del misterio salvador. La Eucaristía es ese memorial. En ella Cristo se ofrece al Padre como víctima agradable y se nos da a nosotros para que tengamos vida y vida abundante. La Eucaristía no es “algo” sino “Alguien”, el Señor, que de un modo sacramental, bajo las especies del pan y del vino actualiza en cada momento de la historia su Pascua, su sacrificio Pascual, también hoy se nos ofrece como comida y bebida de salvación.
Que Él, el camino, la verdad y la vida, a quien adoramos y alabamos particularmente esta noche, lleve a todos y cada uno a saber asumir su vocación y compromiso apostólico y los mantenga abiertos a los demás, en el amor. Que Él, por intercesión de María Santísima, también Madre nuestra, les ayude a construir amorosamente la Iglesia con su oración, con su sacrificio y con su entrega generosa, conscientes de que todos somos piedras vivas de este edificio y que todos tenemos una misión que cumplir en su edificación.
¡Animo!, queridos hermanos. El Señor Jesús está con ustedes. A Él imploro abundantes, gracias, dones y bendiciones en favor de todos y cada uno de ustedes, de sus familias y de todos aquellos que, al igual que nosotros, hemos sido llamados a ser “estirpe elegida, sacerdocio real, nación consagrada a Dios y pueblo de su propiedad, para que proclamen las obras maravillosas de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable”.
Así sea.
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