Homilía de Mons. Enrique Díaz Díaz, Obispo Auxiliar de San Cristóbal de las Casas
Hechos de los Apóstoles 2, 14. 22-23: “No era posible que la muerte lo retuviera bajo su dominio”
Salmo 15: “Enséñame, Señor, el camino de la vida”
I Pedro: 1, 17-21: “Ustedes han sido rescatados con la sangre preciosa de Cristo, el cordero sin mancha”
Por caminos perdidos
En las diversas casas del migrante que se extienden por toda la República es frecuente mirar sus rostros desconfiados, al acecho y como queriendo pasar desapercibidos: son los migrantes que desde Centro y Sudamérica se aventuran en busca de una vida mejor en Estados Unidos. En un principio las narraciones y confidencias son casi imposibles, pero cuando se logra infundir un poco de confianza, salen a borbotones sorprendentes historias, con vejaciones inimaginables, con miedos terribles, con confusión de lugares y de personas. Uno de ellos no quiere decir su nombre pero nos empieza a contar: “Todo es horrible. No sabes ni dónde estás, ni en quién apoyarte… Es una angustia grande. Viajando en la noche y por caminos perdidos, no se tiene certeza de los lugares recorridos. Después de pasar toda una noche y todo un día en la oscuridad de un doble fondo, lo único que quieres es ver la luz y tener seguridad de que seguirás vivo. Lo más triste es que desconfiamos de todos: del coyote, de la policía, de las familias, de las autoridades, de los compañeros… aunque nos digan que tenemos derechos, sabemos que nadie los respeta. Cuando logras encontrar un amigo en el camino, has encontrado un verdadero tesoro y aun las peores situaciones se pueden sobrellevar”.
Caminos de fracaso
El camino de Emaús es semejante al camino de toda la humanidad y puede representar muy claramente el camino de todo hombre y de toda mujer. Miremos nuestra vida hacia atrás y no será difícil reconocernos en esos dos peregrinos que abatidos y con dolor toman la decisión más difícil: reconocer su fracaso y abandonar todo. Era tan grande su ilusión, se habían forjado tantos sueños, todo parecía tan bonito… y ahora todo terminaba en nada: “Nosotros esperábamos que él sería el libertador de Israel”. Sí, esperaban, pero ahora se han quedado sin ilusiones. Y hasta parece la historia de nuestro pueblo y de nuestras comunidades, y hasta parece la historia personal de cada uno de nosotros. Todos hemos sentido en determinados momentos la decepción de un ideal o de unas propuestas que creíamos que eran solución y única verdad. Pero después cuando aparece la adversidad y el fracaso, cuando tenemos que cambiar nuestros criterios, cuando aparece la cruz y las llagas del Crucificado, nos desilusionamos y corremos el riesgo de abandonar todo: el ideal, el esfuerzo y la propia comunidad. ¿Por cuáles caminos he hecho caminar mis fracasos y mis tristezas? ¿Qué proyectos he abandonado porque, siendo buenos, no resultaron de la forma que yo lo esperaba? ¿He abandonado mi lucha por la verdad porque he encontrado mentiras?
Amigo de camino
Cuando he sufrido el fracaso, cuando todo parece perdido, cuando aun los amigos más cercanos me han abandonado y la vida no tiene sentido, cuando he tomado el camino de la retirada y la deserción, aparece Jesús. Él es el verdadero amigo de camino. En silencio, sin hacer ruido, desciende hasta mis frustraciones y mis miserias. Cuando me siento muy perdido y totalmente fracasado, hasta allá va Jesús y empareja su paso con mi paso vacilante. No cuestiona, no acusa, simplemente acompaña. Su encarnación es un acercarse al hombre que sufre y ha fracasado. Su encarnación, actual y de cada día, es su presencia serena que se avecina junto al que ha abandonado, decepcionado, toda su esperanza. Después de caminar, conversa, escucha, atiende. No condena. Al final, ofrece el camino de retorno, el camino de esperanza: la escucha de la Palabra, el acercarse a una mesa y el compartir el mismo pan. Palabra, cercanía y compartir vida y pan, restauran las heridas y reaniman la fe. Es el mismo proceso que hace con cada uno de nosotros.
Camino de esperanza
Para enfrentar a un mundo de oscuridad y de desesperanza, tenemos a Jesús que hace el camino con nosotros. Tenemos su Palabra que viene a iluminar las más oscuras realidades. Tenemos su compañía bajo el mismo techo y los mismos riesgos. Finalmente se convierte en pan que anima, fortalece y restaura la comunidad. El camino de Jesús conduce a una “casa-comunidad” que no deja al forastero expuesto a los peligros de la noche. Allí está la mesa servida para hombres y mujeres que ya no son esclavos sino hijos, hermanos, hermanas y testigos de la vida. Los ojos ciegos de los discípulos se abrieron y pudieron reconocerlo al partir y compartir el pan. Y es que el pan partido y compartido hace comunidad. Él mismo se hace pan y eso, que puede parecer bonito y hasta poético, no es nada fácil, sino muy comprometedor y riesgoso: significa no vivir para sí, sino para los demás, deshacerse para fortalecer, fraccionarse para unir, morir para dar vida. Y ahí, en el pan, es donde lo reconocen los discípulos y ahí recuerdan sus palabras que les hacían arder el corazón, y ahí entienden que no puede haber verdadera muerte donde hay tanto amor. Y entonces se llenan de audacia, y ya no les importa que se haga de noche: ellos deben regresar para restablecer la comunidad.
Que arda nuestro corazón
Con los discípulos de Emaús hoy también nosotros dejemos arder nuestro corazón en el amor de Jesús resucitado, llenémonos de esperanza y sigamos los mismos pasos del peregrino de Emaús. No podemos quedarnos insensibles y fríos. Hoy también encontraremos en el camino hombres y mujeres que un día iniciaron con ilusión y que hoy han perdido toda esperanza: los migrantes que soñaron con unos centavos que vinieran a liberarlos de las deudas, del hambre y de la necesidad; los jóvenes que se ahogan en la desesperanza porque no encuentran ni trabajo ni posibilidades de estudio, que ven limitada su vida a ir sobreviviendo y pierden toda ilusión y son fáciles víctimas de la droga, del narcotráfico, de la desidia e indiferencia. Los matrimonios que en medio de fiestas y promesas esperaban encontrar una felicidad fácil y que retornan solos… hay tantos que vagan solitarios por el camino. Hay muchos “discípulos” que son de los nuestros, que quisieron vivir nuestra fe y que después se han quedado sin ilusión, sin alegría, sin Dios. Y es nuestro compromiso llevar la noticia de la vida y anunciar la resurrección. No podemos predicar un evangelio mocho que termina en la muerte y el fracaso; no podemos anunciar un evangelio fácil que solamente tiene aleluyas y milagros. Proclamamos un evangelio que da vida pasando por el dolor y el sufrimiento de la entrega a los pobres. Nuestro anuncio y nuestra proclamación deben ir acompañados de gestos que comprometan nuestra vida, necesitamos ser pan que se parte, que nutre, que fortalece, que llena de esperanza. Al emparejar el paso con el que sufre y en una mesa compartida nace la fraternidad. ¿Cuál es el testimonio que estamos dando de Cristo Resucitado?
Señor Jesús, que te haces compañero de camino, que alientas los corazones tristes, que te haces pan partido, que das ilusión y esperanza, llena nuestro corazón con la alegría de tu Resurrección y concédenos encontrarte en el camino de cada hombre y de cada mujer, y compartir con ellos nuestro pan y nuestra esperanza. Amén.
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